Raúl Vera López, el obispo de Saltillo, canta mambos, celebra misa con prostitutas, denuncia santos falsos, acoge a la comunidad homosexual y piensa que la salvación en el Cielo no es posible sin la liberación en la Tierra. Bergen, Noruega — Raúl Vera López se enfunda el hábito de dominico y se peina el delgado cabello blanco para tomarse una fotografía con defensores de derechos humanos de todo el mundo, entre ellos una premio Nobel de la Paz. Mientras tanto cuenta un chiste. Y luego otro. Y otro. Los de curas son su especialidad: curas borrachos, curas que desobedecen el celibato, y luego vienen los de presidentes de México. El miércoles 3 de noviembre es un día excepcional en Bergen, Noruega, la ciudad más lluviosa de Europa, porque el sol calienta el patio de la Escuela de Economía de Noruega, donde se reúnen para una fotografía grupal hombres y mujeres que han sobrevivido a condenas de muerte, que han pasado años o décadas en la cárcel o exiliados, que fueron torturados y perseguidos por pertenecer a minorías étnicas, religiosas o sexuales. Raúl Vera, obispo de Saltillo, se acomoda el solideo mientras cuenta el último chiste, ahora en inglés, para que le entienda un noruego que se acerca a pedirle que no se ría ni haga reír a los demás mientras les toman la fotografía, o de lo contrario su imagen saldrá borrosa.
El obispo de Saltillo, Raúl Vera López, recibió en 2010 el premio de la Fundación Rafto para los Derechos Humanos, uno de los más importantes del mundo —cuatro laureados de Rafto obtuvieron después el Nobel de la Paz—, cuando el comité de selección valoró el número de batallas en las que estaba involucrado: la defensa de los transmigrantes centroamericanos, los mineros de carbón, los homosexuales, los indígenas, las trabajadoras sexuales, los familiares de desaparecidos de la guerra contra el narcotráfico, los deudos de la mina de Pasta de Conchos, donde sesenta y cinco mineros murieron sepultados; los trabajadores del Sindicato Mexicano de Electricistas, despedidos en masa de una empresa paraestatal en octubre de 2009… A Raúl Vera no lo han torturado o exiliado, pero ya tomó precauciones: en su muñeca izquierda porta una pulsera de acero con su nombre, sus datos de contacto, su tipo de sangre, su alergia a los antibióticos: "Para el día que me disparen sepan quién soy", me dice. La misma pulsera la lleva su compañera de batallas, Jackie Campbell, quien sí tuvo que salir de México tras casi tres años acosada por los paramilitares, las incursiones a su departamento, donde le cortaban los cables del teléfono sin tocar sus pertenencias, y los robos temporales de su vehículo.
Entre los premiados Rafto, Raúl Vera López goza de fama de trasnochador y fiestero. Y bien ganada: el obispo de Saltillo se siente tan cómodo en el bullicio de una cantina como en el silencio de su reclinatorio, y tan a gusto celebrando misa con prostitutas en Viernes Santo como discutiendo dogmas de fe con teólogos del mundo. Siempre está conversando —ya sea con alguien más o consigo mismo—, y por eso tarda eternidades en las pequeñas tareas de la vida cotidiana, como vestirse o estacionar el coche. Pero esa torpeza con el volante se compensa con el dominio de sus gadgets. Chico Mac —como lo define Campbell—, carga con laptop, iPhone, iPad y BlackBerry y si acaso no hay Wi-Fi sabrá cómo compartir la red de internet desde su teléfono. Y es tan celoso de su dosis diaria de oración que a menudo se disculpa en medio de una sobremesa, sube a la capilla del segundo piso de su casa y celebra la misa en soledad.
Su rasgo de carácter es el apasionamiento. Pareciera indignado cuando su tez blanca —fue pelirrojo y pecoso antes de encanecer— se torna rosada, aumenta la potencia de su voz y agita el índice de la mano derecha. En las reuniones con obreros despedidos, campesinos despojados, transmigrantes extorsionados, homosexuales perseguidos y esposas de hombres desaparecidos, es un diapasón que vibra al ritmo de las denuncias que oye. Pero de inmediato la indignación abre paso a una calidez de abuelo: con las dos manos estrecha la cara de las mujeres y después les planta un beso por mejilla: "Raúl Vera trata a la gente que acaba de conocer como si fuera su amigo de toda la vida".